Hace más de seis años en un atardecer de julio destelló un cometa en el cielo burgalés, se filtró su luz por las grietas del castillo roquero de Frías. No hacían falta telescopios, ni prismáticos, solo dejarse inundar por su luz, tumbados en la hierba. Eran Copernicus Dreams y las canciones que sonaban eran de su primer disco, “Sunrise”.
Desde entonces he buscado ese astro en los cielos cercanos del Levante en el que vivo, sin éxito, y me he extasiado en el rastro que dejaba en discos salpicados de polvo estelar: “The Honeymoon”, “Goals and Illusions”. Hasta ayer, el sábado otoñal en que los cántabros llenaron de música la huerta eldense. Ellos, que en la portada de su trabajo más reciente rodean un cohete, casi abrazándose al fuselaje, y en la del primero dibujaron órbitas de cuerpos celestes, están tan pegados a la tierra como la furgoneta en la que llegaron a mediodía o esa otra que en “The Honeymoon” recorre un camino polvoriento.
Por eso sus canciones nos hablan de sus vidas y de nuestras propias vidas, de los momentos difíciles y la voluntad de superarlos, de la alegría infinita de vivir y seguir adelante. Como tiempo atrás hicieron Waters y Gilmour, ellos saben mirar las estrellas sin olvidarse de este mundo, y las explosivas llamaradas de la guitarra de Carlos Moreno son parte del mismo viaje que nace de su lap steel, el firmamento de “Tonight the Stars” y su belleza lírica se encuentra en el mismo meridiano que los taxis de las calles de Nueva York de los que habla Chus González en “The Honeymoon Song”. Copernicus Dreams son al mismo tiempo rocosos y delicados: golpea Jose Ochoa los tambores con el ímpetu de fuerzas telúricas de las que nació la música hace millones de años, disemina colores de atardeceres mágicos Pablo Gil acariciando los teclados y, viéndole entornar los ojos, parece que podría dormir sobre la melodía, que ya no es suya, que es de todos los que en el Fillmore Huertano flotamos en ella.